La educación sentimental de Jacques Offenbach.

Esta entrada corresponde a la reseña publicada en la revista Arte y parte: revista de arte [ISSN 1136-2006, Nº. 118 (Agosto-Septiembre), 2015, págs. 151-153], de la obra de Siegfried Kracauer, Jacques Offenbach y el París de su tiempo, Madrid, Capitán Swing, 2015, [prólogo de Vicente Jarque, traducción de Lolo Ábalos].

Víctor del Río

De la figura algo ensombrecida de Siegfried Kracauer estaba faltando en castellano esta obra escrita hacia 1935 que ahora publica con mucho acierto Capitán Swing. Un libro que enriquece su catálogo editorial con un autor que merecería ser revisado. Tal vez más conocido por sus aportaciones a la teoría del cine y la fotografía y por su proximidad a Walter Benjamin y Theodor L. W. Adorno, en este caso Kracauer lleva a cabo un experimento que revela su maestría literaria y su enorme alcance intelectual.

Se trata de un libro escrito como una biografía de Jacques Offenbach pero que muestra a las claras desde su título que el personaje es una disculpa para describir un momento histórico. Así es, esta biografía desbordada del genio de las operetas parisinas del Segundo Imperio es, en realidad, una lectura difractada de su contexto: del hombre a la época que le tocó vivir. Esa operación nos integra como lectores en un sistema de paralelismos y en una construcción alegórica que apunta al contexto inmediato del propio autor y también a nuestro presente. De ese juego de espejos se deriva la sensación de que todas las anécdotas que se cuentan multiplican su capacidad para dotar de sentido el flujo narrativo de una historia subyacente. La de la época en la que se generan algunos de nuestros más arraigados modos de vida. Se ilustran así, recíprocamente, los avatares del personaje y los de la ciudad que sirve de escenario, todo ello entre el gobierno provisorio de Luis Felipe y el de Luis Napoleón. El experimento se traduce también en una escritura perfectamente novelesca que, sin embargo, está construyendo, en su fluir rápido y apasionante, una teoría sobre la génesis de la esfera pública en la burguesía del XIX. El resultado se confirma como un portentoso ejercicio, teórico y literario al mismo tiempo, que casi inaugura un subgénero del ensayo sólo apto para verdaderos maestros.

Obviamente la galería de personajes es numerosa. Igual que el caudal inagotable de información que los acompaña. Desfilan por allí, dibujados a través de una prosa impresionista, algunos bien conocidos y otros desconocidos que afloran por sus relaciones con la trama biográfica del protagonista. Cada pequeño pasaje sobre ellos aporta retratos en los que la psicología se refleja en la atmósfera de deseos y conflictos que los rodea. Y a éstos podríamos añadir otros retratos, esta vez de instancias más abstractas, como las transformaciones de los modelos y estrategias de la prensa escrita, las formas que adopta el gobierno entre la restauración monárquica y el Segundo Imperio, o la situación política transicional que envuelve los hechos. Todo ello integrado en el hilo conductor que nunca se pierde y que se encarna en las experiencias vividas por Offenbach, e interpretadas por un narrador después de todo bastante irónico. Cada detalle descrito es una tesis sobre la situación de aquel París decisivo del siglo XIX.

La propia elección de Offenbach como prisma de su tiempo resulta iluminadora. Se trataba, en efecto, de un músico con el talento del virtuoso, pero autor de una obra ingente que transcurre en el sótano de una industria del espectáculo ya entonces bastante consolidada. Es para Kracauer, por así decirlo, una versión del origen de aquello que se denominará “Industria Cultural”, desgranando aquí el relato de los hechos históricos que la propician. La misma opereta, en tanto que género musical, en sus complejas relaciones con otros géneros menores, es mostrada como un fenómeno de aluvión en el que confluyen infinidad de gestos sociales y en el que se reconoce una nueva configuración del gusto de las masas, uno de los grandes temas del propio Kracauer y de la Escuela de Frankfurt, como es bien sabido. Y quizá sea esta la mayor virtud del libro, la capacidad para mostrar desde dentro la génesis de aquella esfera pública en la que podemos incluso reconocernos con sólo añadir los suplementos tecnológicos e históricos que vendrían después.

En ese particular y ensimismado universo de la sociedad burguesa, el mundo del arte actúa a la manera de una pantalla de proyecciones ideológicas en la que se reconocen sus agentes sociales, vinculados con la trama de aquella “educación sentimental” de Flaubert, cuya vida, por cierto, transcurre temporalmente paralela a la de Offenbach hasta morir en el mismo año. Es el tiempo de los salones, de los dandis, de las cortesanas, de los artistas bohemios y de los advenedizos. E incluso en el tratamiento más técnico de los fundamentos musicales de la obra de Offenbach, que no se escatima, encontramos una perfecta descripción de aquella apología de la superficie de la vida en la que la nueva esfera pública hace transcurrir los eventos de ese producto excedentario que es el arte. A fin de cuentas, el libro nos explica con asombrosa lucidez cómo y por qué se produce el acceso pseudodemocrático al lujo suntuario de creaciones que son irrelevantes, de ornamentos y protocolos que tienen como esencia última el hecho de ser manifiestamente innecesarios, pero que configurarán nuestra idea de la cultura como bien de consumo.

En un pasaje, hacia la mitad del libro, el trenzado de la biografía y la personalidad de Offenbach y su escritura musical describen en estos términos esa nueva experiencia de la superficie: «El exceso de deberes con los que se cargó Offenbach le obligó a hacer algunos trabajos a la ligera. Algunas de sus obras parecen ensayos de periodismo musical. La facilidad con la que producía reforzaba su tendencia a satisfacer la fuerte demanda de manera sumaria. Sus partituras, según una observación de Saint-Saën, eran un hormiguero de notas microscópicas que correteaban como patitas de mosca y que, con las prisas, apenas rozaban el papel. Los descuidos, si es que se deslizaba alguno, venían también condicionados por la irresistible tendencia que sentía Offenbach por la superficie de la vida como el lugar que menos ataduras ofrecía. Cuán grande era su tendencia innata a captar lo efímero y lo provisional, lo delatan las frases que escribió con cincuenta y cinco años al evocar sus numerosas obras y experiencias: “la obra que nace hace que se olvide la que muere, uno compara a las dos, no las acerca la una a la otra, no busca analogías entre ellas: se trata de una sucesión de imágenes que como en la linterna mágica, pasan volando y, una vez que han terminado de pasar, el éxito más incondicional esa en el ánimo del espectador lo mismo que la derrota más aplastante”» (p. 177-178).

Así las cosas, la aproximación a lo biográfico opera a la manera de un recuento de síntomas del tiempo y esto corresponde en Kracauer, no sólo a un rasgo metodológico que le identifica, sino también a una postura vital bien fundamentada. Su escritura resulta ser inductiva, capaz de recorrer desde la anécdota el camino hacia una visión de conjunto, algo que podría rastrearse en el resto de su obra. Y, como indica Vicente Jarque en el prólogo a esta edición siguiendo la interpretación de Enzo Traverso, la obra sobre un compositor judío alemán, exiliado en el París de Napoleón III, autor de una obra satírica y monumental, no puede sino desplegar una serie de correspondencias que definen una relación crítica con el momento que vive Kracauer. La escritura parece volverse entonces una herramienta para rasgar esa superficie insoportable bajo la que el siglo XX dejó ver el peor de los rostros de lo humano.

La prosa de Kracauer en esta obra está recorrida por un irónico distanciamiento, como si el narrador nos abriera las ventanas de un segundo piso, ligeramente elevado sobre el suelo, desde el que se pudieran ver con claridad las actitudes y los gestos, y hasta escuchar las conversaciones en las que los personajes se confiesan sus secretos. En el relato, las vidas de esos personajes históricos documentadas hasta el mínimo detalle les convierte en actores involuntarios de otra opereta de la que somos espectadores. También podríamos, atendiendo a otras obras bien conocidas del autor, ver ese panorama en términos cinematográficos, y entre las analogías sutilmente apuntadas en el libro está la que pone en paralelo la figura de Offenbach y la de Chaplin, insinuando tal vez que cada uno de ellos ocupa un mismo lugar en la mitología cultural del siglo que le corresponde.

Si nos fijamos en la biografía de Kracauer, tan representativa de su propio tiempo y de los destinos del exilio forzoso que compartiera con su amigo Walter Benjamin, estaremos claramente ante una mirada del siglo XX sobre el XIX. Y es que el estigma de esa exterioridad en la que el autor se sitúa, exiliado por la convulsión que sacude toda Europa, parece buscar desesperadamente el origen de todo aquel desastre en los síntomas de una descomposición de los valores y en las fallas originarias sobre las que fue construida la vida moderna. A pesar de todo, el enorme valor literario de esta obra permite también reconocer el poder de fascinación que ejerce sobre el narrador aquella época que quizá fuera, en definitiva, capaz de hacer de su decadencia una forma de arte universal.

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